Santoral

16 de Noviembre

Santa Margarita de Escocia, reina

Santa Margarita, nacida en Hungría y casada con Malcolm III, rey de Escocia, que dio a luz ocho hijos, y fue sumamente solícita por el bien del reino y de la Iglesia; a la oración y a los ayunos añadía la generosidad para con los pobres, dando así un óptimo ejemplo como esposa, madre y reina.

Margarita era una de las hijas de Eduardo d’Outremer («El Exilado»), pariente muy cercano de Eduardo el Confesor, y hermana del príncipe Edgardo. Este último, cuando huía de las acechanzas de Guillermo el Conquistador, se refugió junto con su hermana, en la corte del rey Malcolm Canmore, en Escocia. Una vez allí, Margarita, tan hermosa como buena y recatada, cautivó el corazón de Malcolm y, en el año de 1070, cuando ella tenía veinticuatro años de edad, se casó con el rey en el castillo de Dunfermline. Aquel matrimonio atrajo muchos beneficios para Malcolm y para Escocia. El rey era un hombre rudo e inculto, pero de buena disposición, y Margarita, atenida a la gran influencia que ejercía sobre él, suavizó su carácter, educó sus modales y le convirtió en uno de los monarcas más virtuosos de cuantos ocuparon el trono de Escocia. Gracias a aquella admirable mujer, las metas del reino fueron, desde entonces, establecer la religión cristiana y hacer felices a los súbditos. «Ella incitaba al monarca a realizar las obras de justicia, caridad, misericordia y otras virtudes», escribió un antiguo autor, «y en todas ellas, por la gracia divina, consiguió que él realizara sus piadosos deseos. Porque el rey presentía que Cristo se hallaba en el corazón de su reina y siempre estaba dispuesto a seguir sus consejos». Así fue por cierto, ya que no sólo dejó en manos de la reina la total administración de los asuntos domésticos, sino que continuamente la consultaba en los asuntos de Estado.

 

Margarita hizo tanto bien a su marido como a su patria adoptiva, donde dio impulso a las artes de la civilización y alentó la educación y la religión. Escocia era víctima de la ignorancia y de muchos abusos y desórdenes, tanto entre los sacerdotes como entre los laicos; pero la reina organizó y convocó a sínodos que tomaron medidas para acabar con aquellos males. Ella misma estuvo presente en aquellas reuniones y tomó parte en los debates. Se impuso la obligación de celebrar los domingos, los días de fiesta y los ayunos. A todos se les recomendó que se unieran en la comunión pascual y se prohibieron estrictamente muchas prácticas escandalosas, como la simonía, la usura y el incesto. Santa Margarita se esforzó constantemente para obtener buenos sacerdotes y maestros para todas las regiones del país y formó una especie de asociación de costura entre las damas de la corte, a fin de proveer de vestiduras y ornamentos a las iglesias. Junto con su esposo, fundó y edificó varias iglesias, entre las que destaca, por su grandiosidad, la de Dunfermline, dedicada a la Santísima Trinidad.

 

Dios bendijo a los reyes con seis varones y dos hijas, a quienes su madre educó con escrupuloso cuidado; ella misma los instruyó en la fe cristiana y, ni por un momento dejó de vigilar sus estudios. Su hija Matilde se casó después con Enrique I de Inglaterra y pasó a la historia con el sobrenombre de «Good Queen Maud» («la buena reina Maud», por este matrimonio, la actual Casa Real Británica desciende de los reyes de Wessex y de Inglaterra, anteriores a la conquista), mientras que tres de sus hijos, Edgardo, Alejandro y David, ocuparon sucesivamente el trono de Escocia; al último de los nombrados se le veneraba localmente como santo. Los cuidados y la solicitud de Margarita se prodigaban entre los servidores de palacio, en el mismo grado que entre su propia familia. Y todavía, a pesar de los asuntos de Estado y las obligaciones domésticas que debía atender, mantenía su espíritu en total desprendimiento de las cosas de este mundo y enteramente recogido en Dios. En su vida privada, observaba una extrema austeridad: comía frugalmente y, a fin de que le quedara tiempo para sus devociones, se lo robaba al sueño. Cada año observaba dos cuaresmas: una en la fecha correspondiente y la otra antes de la Navidad. En esas ocasiones, dejaba el lecho a la media noche y asistía a la iglesia para oír los maitines; a menudo, el rey la acompañaba. Al regreso a palacio, lavaba los pies a seis pobres y les daba limosnas. También durante el día empleaba algunas horas en la oración y sobre todo, en la lectura de las Sagradas Escrituras. El librito en que leía los Evangelios, cayó en cierta ocasión al río; pero no quedó dañado en lo más mínimo, aparte de una mancha de agua en la cubierta; ese mismo volumen se conserva todavía entre los tesoros más preciados de la Biblioteca Bodleiana en Oxford. Quizá la mayor virtud de la reina Margarita era su amor hacia los pobres. Con frecuencia salía a visitar a los enfermos y los cuidaba y limpiaba con sus propias manos. Hizo que se construyeran posadas para los peregrinos y rescató a innumerables cautivos, sobre todo a los de nacionalidad inglesa. Siempre que aparecía en público, lo hacía rodeada por mendigos y ninguno de ellos quedaba sin una generosa recompensa. Nunca llegó a sentarse a la mesa, sin haber dado de comer antes a nueve niños huérfanos y a veinticuatro adultos. Muchas veces, especialmente durante el Adviento y la Cuaresma, el rey y la reina invitaban a comer en palacio a trescientos pobres y ellos mismos los atendían, a veces de rodillas, y con platos y cubiertos semejantes a los que usaban en su propia mesa.

 

En 1093, el rey Guillermo Rufus tomó por sorpresa el castillo de Alnwick y pasó por la espada a toda la guarnición. En el curso de la contienda que siguió a aquel suceso, el rey Malcolm fue muerto a traición y su hijo Eduardo pereció asesinado. Por aquel entonces, la reina Margarita yacía en su lecho de muerte. Al enterarse del asesinato de su marido, quedó embargada por una profunda tristeza y, entre lágrimas, dijo a los que estaban con ella: «Tal vez en este día haya caído sobre Escocia la mayor desgracia en mucho tiempo». Cuando su hijo Edgardo regresó del campo de batalla de Alnwick, ella, en su desvarío, le preguntó cómo estaban su padre y su hermano. Temeroso de que las malas noticias pudiesen afectarle, Edgardo repuso que se hallaban bien. Entonces, la reina exclamó con voz fuerte: «¡Ya sé lo que ha pasado!». Después alzó las manos hacia el cielo y murmuró: «Te doy gracias, Dios Todopoderoso, porque al mandarme tan grandes aflicciones en la última hora de mi vida, Tú me purificas de mis culpas. Así lo espero de Tu misericordia». Poco después, repitió una y otra vez estas palabras: «¡0h, Señor mío Jesucristo, que por tu muerte diste vida al mundo, líbrame de todo mal!». El 16 de noviembre de 1093, cuatro días después de muerto su marido, Margarita pasó a mejor vida, a los cuarenta y siete años de edad. Fue sepultada en la iglesia de la abadía de Dunfermline, que ella y su marido habían fundado. Santa Margarita fue canonizada en 1250 y se la nombró patrona de Escocia en 1673.

 

Las bellas memorias de santa Margarita, que probablemente debemos a Turgot, prior de Durham y posteriormente obispo de Saint Andrews, quien conoció bien a la reina, puesto que, durante toda su vida oyó sus confesiones, nos hacen una inspirada descripción de la influencia que ejerció sobre la ruda corte escocesa. Al hablarnos sobre su constante preocupación por tener bien provistas a las iglesias con manteles y ornamentos para los altares y vestiduras para los sacerdotes, dice:

Aquellas labores se confiaban a ciertas mujeres de noble linaje y comprobada virtud, que fueran dignas de tomar parte en los servicios de la reina. A ningún hombre se le permitía el acceso al lugar donde cosían las mujeres, a menos que la propia reina llevase un acompañante en sus ocasionales visitas. Entre las damas no había envidias ni rivalidades, y ninguna se permitía familiaridades o ligerezas con los hombres; todo esto, porque la reina unía a la dulzura de su carácter un estricto sentido del deber y, aun dentro de su severidad, era tan gentil, que todos cuanto la rodeaban, hombres o mujeres, llegaban instintivamente a amarla, al tiempo que la temían, y por temerla, la amaban. Así sucedía que, cuando ella estaba presente, nadie se atrevía a levantar la voz para pronunciar una palabra dura y mucho menos a hacer algún acto desagradable. Hasta en su mismo contento había cierta gravedad, y su cólera era majestuosa. Ante ella, el contento no se expresaba jamás en carcajadas, ni el disgusto llegaba a convertirse en furia. Algunas veces señalaba las faltas de los demás -siempre las suyas-, con esa aceptable severidad atemperada por la justicia que el Salmista nos recomienda usar siempre, al decirnos: «Encolerízate, pero no llegues a pecar». Todas las acciones de su vida estaban reglamentadas por el equilibrio de la más gentil de las discreciones, cualidad ésta que ponía un sello distintivo sobre cada una de sus virtudes. Al hablar, su conversación estaba sazonada con la sal de su sabiduría; al callar, su silencio estaba lleno de buenos pensamientos. Su porte y su aspecto exterior correspondían de manera tan cabal a la firme serenidad de su carácter, que bastaba verla para sentir que estaba hecha para llevar una vida de virtud. En resumen, puedo decir que cada palabra que pronunciaba, cada acción que realizaba, parecía demostrar que la reina meditaba en las cosas del cielo.

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