Evangelio Hoy

Sábado de la vigésima novena semana del tiempo ordinario

Evangelio según San Lucas 13,1-9.

En ese momento se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios.
El les respondió: “¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás?
Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera.
¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén?
Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera”.
Les dijo también esta parábola: “Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no los encontró.
Dijo entonces al viñador: ‘Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?’.
Pero él respondió: ‘Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré.
Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás'”.
Reflexionemos

San Agustín (354-430)

obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia

Las Confesiones, libro 8

Responder, al fin, a la llamada de Dios a convertirse

Me retenían mis viejas ideas amigas, ¡esas bagatelas de bagatelas, esas vanidades de vanidades! Con suaves golpes me tiraban de mi ropa de carne y me murmuraban en voz suave: “¿Nos dejas? ¡Acabas para siempre! A partir de este momento ya cercano, ya no estaremos más contigo, no te será permitido hacer esto, hacer lo otro” Oh, Dios mío, qué de cosas me sugerían!… Dudaba yo de deshacerme de ellas, de saltar hacia donde me sentía llamado; la costumbre, de manera tiránica, me decía: “¿Crees que podrás vivir sin ellas?” Pero ya su voz era más dulce, porque del lado hacia donde giraba mi rostro y donde me daba miedo pasar, la casta dignidad de la continencia me invitaba noble y graciosamente a venir sin dudar, enseñándome un multitud de buenos ejemplos:… “Es el Señor, su Dios, quien te los ha dado. ¿Por qué te apoyas sobre ti mismo siendo así que tú mismo no te mantienes en pie? Lánzate a él, no tengas miedo. Él no va a ocultarse para que caigas. Échate sin temor; él te recibirá y te curará”… Esta lucha en mi corazón no era más que una lucha de yo mismo contra yo mismo… Cuando mi mirada había, por fin, sacado del fondo de mi corazón todas mis miserias, me sobrevino una gran tempestad de lágrimas. Para dejar que la tempestad rompiera, me levanté y salí… Sin saber demasiado cómo, me eché bajo una higuera, dejé que mis lágrimas corrieran completamente, brotaron a oleadas, sacrificio digno de ti, Dios mío. Y te dije sin mesurar: “Y tú, Señor, ¿hasta cuando? ¿Hasta cuando estarás enojado? No te acuerdes más de nuestras viejas iniquidades” (Sl 6,4; 78,5)… Yo lanzaba gritos lastimeros: “¿Para cuánto tiempo? ¿Hasta cuándo? Mañana, siempre mañana. ¿Por qué no ahora mismo?”… Y he aquí que sentí una voz que venía de una casa vecina, una voz de niño o niña, que cantaba y repetía: “¡Toma y lee! ¡Toma y lee!”. Al momento me rehice y quería recordar si era el estribillo habitual de un juego infantil; ninguno me venía a la memoria. Reprimiendo mis lágrimas, me levanté con la certeza de que el cielo me ordenaba abrir el libro del apóstol Pablo y leer el primer pasaje que me saliera… Volví a casa apresuradamente y cogí el libro y leí lo primero que me salió: “Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria y desenfreno, nada de riñas ni pendencias. Vestíos del Señor Jesucristo, y que el cuidado de vuestro cuerpo no fomente los malos deseos” (Rm 13,13s). No hacía falta seguir leyendo, no tenía necesidad de más. Justo al acabar estas líneas, una luz de seguridad se derramó en mi corazón y todas las tinieblas de mi incertidumbre se disiparon.

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