Miércoles de la vigésima cuarta semana del tiempo ordinario
Evangelio según San Lucas 7,31-35.
Dijo el Señor: «¿Con quién puedo comparar a los hombres de esta generación? ¿A quién se parecen?
Se parecen a esos muchachos que están sentados en la plaza y se dicen entre ellos: ‘¡Les tocamos la flauta, y ustedes no bailaron! ¡Entonamos cantos fúnebres, y no lloraron!’.
Porque llegó Juan el Bautista, que no come pan ni bebe vino, y ustedes dicen: ‘¡Ha perdido la cabeza!’.
Llegó el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: ‘¡Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores!’.
Pero la Sabiduría ha sido reconocida como justa por todos sus hijos.»
Reflexionemos
En la Iglesia Cristo nos llama a la conversión
La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia—el atributo más estupendo del Creador y del Redentor—y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora. En este ámbito tiene un gran significado la meditación constante de la palabra de Dios, y sobre todo la participación consciente y madura en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o reconciliación. La Eucaristía nos acerca siempre a aquel amor que es más fuerte que la muerte (Ct 8,6): en efecto, « cada vez que comemos de este pan o bebemos de este cáliz », no sólo anunciamos la muerte del Redentor, sino que además proclamamos su resurrección, mientras esperamos su venida en la gloria (Cfr. 1 Cor 11, 26; aclamación en el «Misal Romano»). El mismo rito eucarístico, celebrado en memoria de quien en su misión mesiánica nos ha revelado al Padre, por medio de la palabra y de la cruz, atestigua el amor inagotable, en virtud del cual desea siempre El unirse e identificarse con nosotros, saliendo al encuentro de todos los corazones humanos. Es el sacramento de la penitencia o reconciliación el que allana el camino (Lc 3,3; Is 40,3) a cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento cada hombre puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado.
San Juan Pablo II (1920-2005)
papa