Evangelio Hoy

Solemnidad de la Anunciación del Señor

Evangelio según San Lucas 1,26-38. 

El Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, 
a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. 
El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: “¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo”. 
Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. 
Pero el Ángel le dijo: “No temas, María, porque Dios te ha favorecido. 
Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; 
él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, 
reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin”. 
María dijo al Ángel: “¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?”. 
El Ángel le respondió: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios. 
También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, 
porque no hay nada imposible para Dios”. 
María dijo entonces: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho”. Y el Ángel se alejó. 

Reflexionemos

San Juan Pablo II (1920-2005), papa
Carta apostólica “Mulieris dignitatem”, 3 (trad. © copyright Libreria Editrice Vaticana)

“Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer”(Gl 4,4)

[En respuesta a] las aspiraciones del espíritu humano a la búsqueda de Dios (…), la «plenitud de los tiempos», (…), pone de relieve la respuesta de Dios mismo (…). El envío de este Hijo, consubstancial al Padre, como hombre «nacido de mujer», constituye el punto culminante y definitivo de la autorrevelación de Dios a la humanidad. (…) La mujer se encuentra en el corazón mismo de este acontecimiento salvífico. La autorrevelación de Dios, que es la inescrutable unidad de la Trinidad, está contenida, en sus líneas fundamentales, en la anunciación de Nazaret. «Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo». «¿Cómo será esto puesto que no conozco varón?» «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios (…) ninguna cosa es imposible para Dios».

Es fácil recordar este acontecimiento en la perspectiva de la historia de Israel —el pueblo elegido del cual es hija María—, aunque también es fácil recordarlo en la perspectiva de todos aquellos caminos en los que la humanidad desde siempre busca una respuesta a las preguntas fundamentales y, a la vez, definitivas que más le angustian. ¿No se encuentra quizás en la Anunciación de Nazaret el comienzo de aquella respuesta definitiva, mediante la cual Dios mismo sale al encuentro de las inquietudes del corazón del hombre? Aquí no se trata solamente de palabras reveladas por Dios a través de los Profetas, sino que con la respuesta de María realmente «el Verbo se hace carne» (cf. Jn 1, 14).De esta manera, María alcanza tal unión con Dios que supera todas las expectativas del espíritu humano. Supera incluso las expectativas de todo Israel y, en particular, de las hijas del pueblo elegido, las cuales, basándose en la promesa, podían esperar que una de ellas llegaría a ser un día madre del Mesías. Sin embargo, ¿quién podía suponer que el Mesías prometido sería el «Hijo del Altísimo»? Esto era algo difícilmente imaginable según la fe monoteísta veterotestamentaria. Solamente en virtud del Espíritu Santo, que «extendió su sombra» sobre ella, María pudo aceptar lo que era «imposible para los hombres, pero posible para Dios» (cf. Mc 10, 27).

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