Domingo de la primera semana de Cuaresma
Evangelio según San Mateo 17,1-9.
Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado.
Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.
De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo”.
Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor.
Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: “Levántense, no tengan miedo”.
Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo.
Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”
Reflexionemos
San Efrén (c. 306-373), diácono en Siria, doctor de la Iglesia
Sermón sobre la transfiguración 1, 3-4
“Este el mi Hijo amado en que me complazco.”
Los llevó a la montaña para mostrarles la gloria de su divinidad y darles a conocer que él era el Salvador de Israel, como lo había anunciado por los profetas…Le vieron comer y beber, cansarse y tomar descanso, dormir, experimentar la angustia hasta sudar sangre; todo manifestaciones que no parecían estar en armonía con su naturaleza divina y no convenir más que a su humanidad. Por esto los llevó a la montaña para que el Padre le llamara Hijo y les mostrara que él era verdaderamente su Hijo, que era Dios.
Los llevó a la montaña y les mostró su realeza antes de sufrir, su poder antes de morir, su gloria antes de ser ultrajado y su honor antes de sufrir la ignominia. Así, cuando fuera arrestado y crucificado, sus apóstoles comprendieran que no fue por debilidad sino por consentimiento y total voluntad de salvar al mundo.
Los llevó a la montaña y les mostró, antes de su resurrección, la gloria de su divinidad. Así, cuando resucitaría de entre los muertos en la gloria de su divinidad, sus discípulos reconocerían que no recibía esta gloria en recompensa de su pena, como si tuviera necesidad de ello, sino que le pertenecía por naturaleza, desde antes de los siglos, igual que al Padre y juntamente con el Padre. Así lo dijo Jesús mismo la vigilia de su pasión: “Padre glorifícame con aquella gloria que ya compartía contigo antes de que el mundo existiera.” (Jn 17,5)