Evangelio Hoy

Sábado de la vigésima cuarta semana del tiempo ordinariosembrador

Evangelio según San Lucas 8,4-15.

Como se reunía una gran multitud y acudía a Jesús gente de todas las ciudades, él les dijo, valiéndose de una parábola:
“El sembrador salió a sembrar su semilla. Al sembrar, una parte de la semilla cayó al borde del camino, donde fue pisoteada y se la comieron los pájaros del cielo.
Otra parte cayó sobre las piedras y, al brotar, se secó por falta de humedad.
Otra cayó entre las espinas, y estas, brotando al mismo tiempo, la ahogaron.
Otra parte cayó en tierra fértil, brotó y produjo fruto al ciento por uno”. Y una vez que dijo esto, exclamó: “¡El que tenga oídos para oír, que oiga!”.
Sus discípulos le preguntaron qué significaba esta parábola,
y Jesús les dijo: “A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de Dios; a los demás, en cambio, se les habla en parábolas, para que miren sin ver y oigan sin comprender.
La parábola quiere decir esto: La semilla es la Palabra de Dios.
Los que están al borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el demonio y arrebata la Palabra de sus corazones, para que no crean y se salven.
Los que están sobre las piedras son los que reciben la Palabra con alegría, apenas la oyen; pero no tienen raíces: creen por un tiempo, y en el momento de la tentación se vuelven atrás.
Lo que cayó entre espinas son los que escuchan, pero con las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, se van dejando ahogar poco a poco, y no llegan a madurar.
Lo que cayó en tierra fértil son los que escuchan la Palabra con un corazón bien dispuesto, la retienen, y dan fruto gracias a su constancia.

Reflexionemos

San Buenaventura (1221-1274), franciscano, doctor de la Iglesia
Breviloquio, Prólogo, 2-5

“La semilla es la palabra de Dios”

El origen de la Escritura no se halla en la búsqueda humana, sino en la divina revelación que proviene del “Padre de las luces”, “de quien toma su nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra” (St 1,17; Ef 3,15). Es de él que, por su Hijo Jesucristo, llega a nosotros el Espíritu Santo. Es por el Espíritu Santo que, compartiendo y distribuyendo sus dones a cada unos según su voluntad Hb 2,4), se nos da la fe y “por la fe, Cristo habita en nuestros corazones” (Ef 3,17). De este conocimiento de Jesucristo se desprende, como de su fuente, la firmeza y la comprensión de toda la santa Escritura. Es, pues, imposible entrar en el conocimiento de la Escritura sin poseer infusa, primeramente, la fe de Cristo, como la luz, la puerta y el fundamento de toda la Escritura…

La finalidad o el fruto de la santa Escritura no es cualquier cosa, sino la plena felicidad eterna. Porque en la Escritura están “las palabras de vida eterna” (Jn 6,68); está, pues, escrita, no sólo para que creamos, sino también para que poseamos la vida eterna en la cual veremos, amaremos y nuestros deseos se verán eternamente colmados. Es entonces que nuestros deseos se verán plenamente satisfechos, conoceremos verdaderamente “el amor que sobrepasa todo conocimiento” y así llegaremos a “la Plenitud total de Dios” (Ef 3,19). La divina Escritura se esfuerza en introducirnos a esta plenitud; y es, pues, en vistas a este fin, con esta intención que la santa Escritura debe ser estudiada, enseñada y comprendida.

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