Santoral

11 de Junio

San Bernabé, apóstol

Memoria de san Bernabé, apóstol, varón bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe, que formó parte de los primeros creyentes en Jerusalén, predicó el Evangelio en Antioquía e introdujo entre los hermanos a Saulo de Tarso, recién convertido. Con él realizó un primer viaje por Asia para anunciar la Palabra de Dios, participó luego en el Concilio de Jerusalén y terminó sus días en la isla de Chipre, su patria, sin cesar de difundir el Evangelio.

A pesar de que san Bernabé no fue uno de los doce elegidos por Nuestro Señor Jesucristo, es considerado Apóstol por los primeros padres de la Iglesia y aun por san Lucas, a causa de la misión especial que le confió el Espíritu Santo y la parte tan activa que le correspondió en la tarea apostólica. Bernabé era un judío de la tribu de Leví, pero había nacido en Chipre; su nombre original era el de José, pero los Apóstoles lo cambiaron por el de Bernabé, apelativo éste que, según San Lucas, significa «hombre de  exhortación» (o también “de  consolación”, aunque se trata de una «etimología popular», no exacta lingüísticamente). La primera vez que se le menciona en las Sagradas Escrituras es en el Hechos de los Apóstoles cap. 4, donde se asienta que los primeros convertidos vivían en comunidad en Jerusalén, y que todos los que eran propietarios de tierras o casas las vendían y entregaban el producto de las ventas a los Apóstoles para su distribución. En esa ocasión se menciona la venta de las propiedades de Bernabé. Cuando san Pablo regresó a Jerusalén, tres años después de su conversión, los fieles sospechaban de él y le evitaban; fue entonces cuando Bernabé «le tomó por la mano» (Hech 9,27) y abogó por él ante los demás Apóstoles. Algún tiempo después, varios discípulos habían predicado con éxito el Evangelio en Antioquía, y se pensó que era conveniente enviar a alguno de los miembros de la Iglesia de Jerusalén para instruir y guiar a los neófitos. El elegido fue san Bernabé, «un buen hombre, lleno de fe y del Espíritu Santo» (Hech 11,24). A su llegada, se regocijó en extremo al comprobar los progresos del Evangelio y, con sus prédicas, hizo considerables adiciones al número de convertidos. Cuando tuvo necesidad de un auxiliar diestro y leal, se fue a Tarso donde obtuvo la cooperación de san Pablo, quien le acompañó de regreso a Antioquía y pasó ahí un año entero. Los dos predicadores obtuvieron un éxito extraordinario; Antioquía se convirtió en el gran centro de evangelización y fue ahí donde, por primera vez, se dio el nombre de Cristianos a los fieles seguidores de la doctrina de Cristo (Hech 11,26).

Un poco más tarde, la floreciente iglesia de Antioquía recolectó fondos para la ayuda a los hermanos pobres de Judea, durante una época de hambre. Aquel dinero fue enviado a los jefes de la iglesia de Jerusalén por conducto de Pablo y Bernabé, quienes cumplieron con su cometido y regresaron a Antioquia acompañados por Juan Marcos. Por aquel entonces, la ciudad estaba bien provista de sabios maestros y profetas, entre los que descollaban Simón, llamado el Negro, Lucio de Cirene y Manahen, el hermano de leche de Herodes. Cierta vez (Hechos 13) en que estos maestros y profetas estaban adorando a Dios, el Espíritu Santo habló por boca de algunos de los profetas: «Separad a Pablo y Bernabé, dijo, para una tarea que les tengo asignada». De acuerdo con esas instrucciones y, tras un período de ayuno y oración, Pablo y Bernabé recibieron su misión por la imposición de manos y partieron a cumplirla, acompañados por Juan Marcos. Primero se trasladaron a Seleucia y después a Salamina, en Chipre. Luego de predicar la doctrina de Cristo en las sinagogas, viajaron hacia la localidad de Pafos, en Chipre, donde convirtieron al procónsul romano Sergio Paulo, de quien Saulo tomó el nombre para ir a predicar con un apelativo latino entre los gentiles. De nuevo se embarcaron en Pafos para navegar hasta Perga en Panfilia, donde Juan Marcos los abandonó para regresar solo a Jerusalén. Pablo y Bernabé prosiguieron la marcha hacia el norte, hasta Antioquía de Pisidia; ahí se dirigieron principalmente a los judíos, pero al encontrarse con una abierta hostilidad por su parte, declararon que, de ahí en adelante, predicarían el Evangelio a los gentiles.

En Iconium, la capital de Licaonia, estuvieron (ver Hechos 14) a punto de morir apedreados por la multitud, azuzada contra ellos por los regidores de la ciudad. Al refugiarse en Listra, San Pablo curó milagrosamente a un paralítico y, en consecuencia, los habitantes paganos proclamaron que los dioses los habían visitado. Todos aclamarón a san Pablo como a Hermes o Mercurio, porque era el que hablaba y, a san Bernabé, tal vez por su aspecto noble y majestuoso, lo tomaron por Zeus o Júpiter, padre de todos los dioses. A duras penas consiguieron los dos santos evitar que la población ofreciese sacrificios en su honor y, entonces, con la proverbial veleidad de la multitudes, los ciudadanos de Listra pasaron al otro extremo y comenzaron a lanzar piedras contra san Pablo, al que dejaron maltrecho. Tras una breve estancia en Derbe, donde convirtieron a muchos, los dos Apóstoles retrocedieron para pasar por todas las ciudades que habían visitado previamente, a fin de confirmar a los convertidos y ordenar presbíteros. Después de completar así su primera jornada de misiones, regresaron a Antioquía de Siria, muy satisfechos con los resultados de sus esfuerzos.

Poco después, surgió una disputa en la Iglesia de Antioquía, en relación con el cumplimiento de los ritos judíos: algunos de los judíos cristianos, contrarios a las opiniones de Pablo y Bernabé, sostenían que los paganos que entrasen a la Iglesia no sólo deberían ser bautizados, sino también circuncidados. Como consecuencia de aquella desavenencia, se convocó al Concilio de Jerusalén y, ante la asamblea, san Pablo y san Bernabé hicieron un relato detallado sobre sus labores entre los gentiles y obtuvieron la aprobación de su misión, el Concilio declaró terminantemente que los gentiles convertidos estaban exentos del deber de la circuncisión. Sin embargo, persistió la división entre judíos y gentiles convertidos, hasta el grado de que san Pedro, durante una visita a Antioquía, se abstuvo de comer con los gentiles, por deferencia a la susceptibilidad de los judíos, ejemplo que imitó san Bernabé. San Pablo reconvino a uno y a otro y expuso claramente sus postulados sobre la universalidad de la doctrina cristiana. No tardó en surgir otra diferencia entre él y san Bernabé, en vísperas de su partida a un recorrido por las iglesias que habían fundado, porque quería llevar consigo a Juan Marcos y san Pablo se negaba, en vista de que el joven había desertado ya una vez. La discusión entre los dos Apóstoles llegó a tal punto, que ambos decidieron separarse: san Pablo emprendió su proyectada gira en compañía de Silas, mientras que san Bernabé partió hacia Chipre con Juan Marcos. De ahí en adelante, los Hechos no vuelven a mencionarlo. Parece evidente, por las alusiones que se hacen a Bernabé en la Epístola I a los Corintios (9,5 y 6), que aún vivía y trabajaba en los años 56 ó 57 P.C.; pero la posterior invitación de san Pablo a Juan Marcos para que se uniese a él, cuando estaba preso en Roma, hace pensar en que, alrededor del año 60 ó 61, san Bernabé ya había muerto. Se dice que fue apedreado hasta morir, en Salamina. Otra tradición nos lo presenta como predicador en Alejandría y en Roma y además como el primer obispo de Milán. Tertuliano afirma que fue él quien escribió la Epístola a los Hebreos, mientras que otros escritores creen que fue él quien escribió en Alejandría la obra conocida como Epístola de Bernabé, que sin embargo es apócrifa. En realidad, no se sabe sobre él nada más que lo que dice el Nuevo Testamento.

Los bolandistas, en Acta Sanctorum, junio, vol. II, reunieron todas las referencias sobre san Bernabé que se pudieron obtener a principios del siglo dieciocho. Desde entonces, es poco lo que se ha agregado, excepción hecha del conocimiento más profundo que ahora se tiene sobre la antigua literatura apócrifa. El texto ahí incluido, o sea la llamada Acta de Bernabé, fue editado con comentarios críticos y adaptado de mejores manuscritos, por Max Bonnet (1903), como una continuación del Acta Apostolorum Apocrypha, de R. H. Lipsius. Este documento pretende haber sido escrito por Juan Marcos, pero en realidad es una obra que data de fines del siglo quinto. Se trata de un relato sobre los hechos de san Bernabé, que describe su martirio en Chipre y los milagros obrados posteriormente en su tumba. Un documento apócrifo mucho más antiguo es la llamada «Epístola de San Bernabé», que data de la primera mitad del siglo segundo, probablemente del año 135 P.C. Durante mucho tiempo, nadie dudó de que se trataba efectivamente de una obra de San Bernabé y, algunos de los primeros Padres llegaron a incluirla en los cánones de las Sagradas Escrituras. Los que la rechazaron, llamándola “espuria”, sólo trataban de dar a entender que no la recibían como la palabra inspirada por el Espíritu Santo. Ni ellos mismos dudaban de que san Bernabé la hubiese escrito. En la actualidad, sin embargo, se reconoce, por lo general, que no puede estar relacionada con él y que tal vez fue hecha por algún judío convertido de Alejandría. No hay pruebas concretas que confirmen la creencia de que san Bernabé fue el primer obispo de Milán.

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