Santoral

sta-catalina15 de Septiembre

Santa Catalina Fieschi, viuda

En Génova, en la Liguria, santa Catalina Fieschi, viuda, insigne por el desprecio de lo mundano, por sus frecuentes ayunos, amor de Dios y caridad para con los necesitados y enfermos.

En Liguria, la familia de los Fieschi, perteneciente al partido de los güelfos, gozaba de gran prestigio y de una larga y distinguida historia. En 1234, dio a la Iglesia un papa tan enérgico y destacado como Inocencio IV y, en 1276, al sobrino del primero, que reinó poco tiempo como Adrián V. A mediados del siglo decimoquinto, la familia Fieschi había alcanzado su máximo poder y esplendor en Liguria, en el Piamonte y en Lombardía; uno de sus miembros era cardenal y otro, llamado Jaime, descendiente del hermano de Inocencio IV, era virrey de Nápoles, bajo el gobierno del rey René de Anjou. Este Jaime Fieschi estaba casado con una dama genovesa, Francesca di Negro, y a esta pareja de nobles le nació en el año de 1447, en Génova, una niña, la quinta y última de sus hijos, a la que llamaron Caterinetta, a quien después y para siempre se conoció como Catalina. Sus biógrafos dan abundantes detalles sobre su niñez prometedora, datos éstos que tal vez podrían descartarse como vulgar panegírico, pero a partir de la edad de trece años, su inclinación hacia la vida religiosa se manifestó decididamente. Ya por entonces, una hermana suya era canonesa regular y el capellán de su convento era el confesor de Catalina. A éste le preguntó la niña si podía tomar el hábito, pero él, tras de consultar con las monjas, la rechazó a causa de su poca edad. Más o menos por esa época murió el padre de Catalina. Cuando la joven cumplió dieciséis años, contrajo matrimonio. En el caso de muchos santos y santas que no obstante su vocación por la vida religiosa se casan para obedecer los deseos de sus padres, se alega que esas razones son valederas hasta cierto punto; pero en el caso de Santa Catalina de Génova, no puede haber duda posible. La buena estrella de la familia gibelina de los Adorno estaba en franca declinación y, por medio de una alianza con la poderosa familia de los Fieschi, esperaban recuperar el prestigio y la fortuna de su casa. Los Fieschi aceptaron de buen grado la propuesta alianza, y Catalina fue la víctima. El esposo elegido fue Julián Adorno, un joven de tan poco carácter, que era incapaz de hacer de su unión un verdadero matrimonio. Catalina era una joven de gran belleza (como puede verse en sus retratos), de mucha inteligencia y sensibilidad y de una profunda devoción; su temperamento era fuerte y su carácter serio, sin la menor tendencia al buen humor y las agudezas del ingenio. Julián era el reverso de la medalla y, por lo tanto, absolutamente incapaz de comprender y apreciar a su esposa; pero, si no logró conquistar de ella más que su obediencia y su abnegada sumisión, fue porque no hizo ningún intento para ganarse su afecto. El propio Julián admitía que le era infiel a su mujer; además era amante de los placeres en forma desordenada, voluntarioso, indisciplinado, violento y derrochador. Apenas si paraba en casa, y se puede decir que en los primeros años de su vida matrimonial, Catalina estuvo sola para meditar en sus desilusiones y sus añoranzas de mejores tiempos. Al cabo de cinco años de esta vida tan triste, buscó la manera de consolarse y pasó otros cinco años en constantes diversiones y paseos mundanos, menos triste que antes, pero igualmente insatisfecha.

 

A pesar de sus infortunios y sus distracciones, Catalina no había perdido nunca su confianza en Dios ni había abandonado las devociones y prácticas de su religión. No era raro, por lo tanto que, la víspera del día de san Benito de 1473, estuviese orando en una iglesia dedicada al santo, en Génova, junto al mar. Y en su oración decía: «¡San Benito, ruega a Dios que me conceda la gracia de mandarme una enfermedad que me tenga tres meses en cama». Dos días más tarde, mientras estaba arrodillada ante el capellán del convento de su hermana para recibir su bendición, se sintió súbitamente embargada por un amor a Dios tan fuerte, que todo su cuerpo se estremecía, y por un conocimiento de su propia bajeza tan profundo, que se echó a llorar. Se cubrió el rostro para ocultar las lágrimas, mientras repetía sin cesar en su fuero interno: «¡Apártame del mundo! ¡No más pecados!» En su corazón se afirmaba la certeza de que «si hubiese tenido en su posesión un millar de mundos tan ricos como éste, los habría rechazado y arrojado lejos». No pudo hacer otra cosa que murmurar una disculpa y retirarse, pero al día siguiente tuvo una visión de Jesucristo cargado con la cruz y ella gritó impulsivamente: «¡Oh, amor! ¡Si es necesario que confiese mis culpas en público, estoy dispuesta!» Después, fue a hacer una confesión general de toda su vida con tan grande dolor, que «sentía desfallecer el alma». En la fiesta de la Anunciación, recibió la sagrada comunión con sincero fervor, por primera vez en más de diez años y, a partir de entonces, comulgó diariamente durante el resto de su vida. Eso era muy mal visto por aquel entonces, y la santa solía decir que envidiaba a los sacerdotes que recibían cotidianamente el Cuerpo del Señor sin suscitar comentarios.

 

Al mismo tiempo, las juergas y despilfarros de Julián lo habían dejado al borde de la ruina; fue entonces cuando las ardientes plegarias de su esposa, unidas a sus quebrantos, provocaron una reforma en su vida. Abandonaron su «palazzo» para ir a vivir en una casita modesta en un barrio pobre; por mutuo acuerdo, decidieron convivir en continencia y se dedicaron a cuidar a los enfermos en el hospital de Pammatone. Se unió a ellos una prima de Catalina, llamada Tommasina Fieschi, la cual, al quedar viuda fue, primero, canonesa regular y luego monja dominica. Aquel arreglo continuó durante cinco años sin cambio alguno, a no ser en el desarrollo espiritual de Catalina, hasta 1479, cuando la pareja se fue a vivir en el mismo hospital. Once años después, Catalina fue nombrada matrona del nosocomio y probó que era tan buena administradora como devota enfermera, sobre todo durante la epidemia que asoló a la ciudad en 1493, cuando murieron las cuatro quintas partes de los habitantes que no pudieron emigrar a tiempo a otro lugar. La propia Catalina se contagió con la fiebre de una moribunda a la que impulsivamente besó, y estuvo al borde del sepulcro. Fue durante su enfermedad cuando conoció al abogado y filántropo Héctor Vernazza (futuro padre del Venerable Battista Vernazza), que llegó a ser un ardiente discípulo de la santa y que conservó para la posteridad muchos preciosos detalles de su vida y sus conversaciones. En 1496, Catalina, con la salud resentida, se vio obligada a renunciar a la dirección del hospital, pero conservó su vivienda en el mismo edificio. Al año siguiente, murió Julián luego de una dolorosa enfermedad. «Maese Giuliano se ha ido», confió Catalina a una amiga. «Bien sabes tú que su naturaleza era bastante descarriada, de manera que yo he sufrido mucho interiormente por él. Pero mi Tierno Amor me aseguró que habría de salvarse, aun antes de que dejara esta vida». En su testamento, Julián recordó a su hija ilegítima, Thobia, así como a su madre, y Catalina tomó la responsabilidad de que a la niña no le faltase nada en lo material y lo espiritual.

 

Durante más de veinte años había vivido Catalina sin ninguna dirección espiritual y sin confesarse sino muy rara vez. A decir verdad, es posible que si no tenía alguna falta grave sobre la conciencia, se abstenía hasta de la confesión anual y, si bien no había hecho nunca un intento serio para buscarlo, no pudo encontrar un sacerdote que entendiese su estado espiritual con vistas a su dirección. Pero alrededor del año 1499, un sacerdote secular, Don Cattaneo Marabotto, fue nombrado rector del hospital y «ambos se entendieron completamente desde el primer momento, tan sólo con mirarse a la cara y sin hablar». Poco después, Catalina se presentó ante él para decirle: «Padre: no sé en qué estado se hallan mi cuerpo y mi alma. Deseo confesarme, pero no tengo conciencia de ningún pecado». El propio padre Marabotto nos expone el «estado» de su penitente con estas frases: «A los pecados que mencionó no los veía ni entendía como culpas pensadas, dichas o cometidas por ella. Era como una niña pequeña que hubiese cometido algún pecadillo por ignorancia y, si alguien le dijera: ‘Has hecho mal’, se sobresaltase y conturbase porque hasta aquel momento no experimentó el conocimiento del mal». Asimismo, se nos dice en su biografía que Catalina «no se preocupó nunca por ganar indulgencias plenarias, aunque tenía gran respeto y reverencia por ellas y las consideraba de mucho valor, pero lo que ella deseaba era que la parte egoísta de su alma fuese castigada tanto como merecía …» En persecución de la misma idea heroica, rara vez pedía a los hombres o a los santos que rogasen por ella; la invocación a san Benito que mencionamos antes, fue una notable excepción y la única que figura en los registros en relación con los santos. También es digno de observarse que, durante toda su viudez, Catalina permaneció en el estado laico. Su esposo, al convertirse, se unió a la tercera orden de san Francisco (en aquellos tiempos convertirse en terciario de cualquier orden, era un asunto mucho más serio de lo que es ahora), pero ella ni siquiera llegó a eso. Estas peculiaridades no se mencionan para encomio ni para reprobación; a los que les parezcan sorprendentes, se les recuerda que estaban perfectamente al tanto de ellas los que examinaron la causa de su beatificación. La Iglesia no exige de sus hijos una práctica uniforme, ni en relación con la variedad de la humana naturaleza, ni con la libertad del Espíritu Santo para actuar sobre las almas como mejor le parezca.

 

A partir del año de 1473, Santa Catalina llevó, sin interrupción, una vida espiritual muy intensa sin mengua de una infatigable actividad en favor de los enfermos y los desamparados, no sólo en el hospital sino en toda Génova. Fue un ejemplo de la universalidad cristiana, considerada como una «contradicción» por aquéllos que no la entienden: estaba en completo «desprendimiento del mundo», pero era «práctica» en su actividad tan eficaz; se preocupaba por el alma y cuidaba el cuerpo; practicaba las austeridades físicas que modificaba o suspendía a la menor indicación de una autoridad cualquiera, ya fuese eclesiástica médica o social; vivía en estrecha unión con Dios y estaba alerta respecto a este mundo y al tierno afecto por los hombres. La vida de Santa Catalina ha sido tomada como letra para la investigación intensa del elemento místico en la religión. Y, en medio de todo esto, llevaba las cuentas del hospital, sin que le sobrara o faltara un céntimo, y se preocupaba tanto por la justa disposición de la propiedad, que hizo cuatro testamentos y a todos les agregó varias cláusulas. Durante algunos años, Catalina tuvo quebrantada la salud y se vio obligada a suspender no sólo los ayunos extraordinarios que ella se imponía, sino también algunos de los que mandaba la Iglesia. A la larga, por el año de 1507, las enfermedades la vencieron por completo. Rápidamente empeoró su estado y, durante los últimos meses de su vida, sufrió de manera indescriptible. Entre los médicos que la atendieron, figuraba el doctor Juan Bautista Boerio, que había sido el médico de cabecera del rey Enrique VII de Inglaterra; pero ni él ni ninguno de los otros pudieron diagnosticar el mal que consumía a la santa. A fin de cuentas, los galenos llegaron a la conclusión de que debía tratarse «de algo sobrenatural y divino», porque la paciente no presentaba ninguno de los síntomas patológicos que pudieran reconocerse. El 13 de septiembre de 1510, tenía una fiebre altísima y deliraba; el 15 en la madrugada, «aquella alma bendita entregó su último suspiro en medio de gran paz y tranquilidad y voló hacia su ‘tierno y anhelado amor’». Fue beatificada en 1737, y el Papa Benedicto XIV inscribió su nombre en el Martirologio Romano con el título de santa. Santa Catalina dejó dos obras escritas, un tratado sobre el Purgatorio y un Diálogo entre el alma y el cuerpo; el Santo Oficio declaró que esas dos obras bastaban para probar su santidad. Figuran entre los documentos más importantes del misticismo, pero Alban Butler dice de ellas, con toda razón «que no están escritas para los lectores comunes y corrientes».

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