Jesús es el motivo de la alegría
Más no nos podemos quedar en una alegría para gozar internamente sino que nuestra labor es el anuncio, franco y directo: Dios es nuestra fortaleza. ¡Tened valor!
Nuestra alegría se debe volver testimonio. No sin razón estas fiestas de navidad, que ya se acerca, nos invitan a ser personas abiertas y contagiadas de amor fraterno. Pero no de un amor fraterno muy altruista sino de un amor que concreta y hace real el amor de Dios. ¿Eres tú?… o, ¿hay que esperar a otro?… Jesús responde con su obrar. La felicidad que nos trae celebrar nuevamente la navidad se debe reflejar en obras concretas, reflejo de Cristo, nuestro salvador, en nuestra vida, en medio de nosotros.
Los ciegos ven, los cojos andan…Nos están tocando vivir horas graves y profundos problemas a nivel nacional e internacional y puede ser que nos embargue la lamentación fácil, la pereza ante una impotencia ficticia. Necesitamos apostar por una atmósfera de diálogo, de creatividad y una voluntad sincera de profundizar en los verdaderos problemas que nos rodean a la humanidad. Los creyentes no podemos inhibirnos y permanecer pasivos, la fe no nos aporta soluciones técnicas a nuestros problemas pero nos da un amor apasionado por la justicia, por la paz; nos da libertad de espíritu para buscar honradamente la verdad, nos da un deseo eficaz de concordia, nos da un anhelo sincero del bien. El evangelio que nos alimenta en el tercer domingo de adviento, nos ofrece la buena noticia de la fuerza liberadora de la persona de Jesús; al encontrarse con Él la realidad humana tan doliente y atropellada es transformada y se convierte en agente de transformación.
Aunque la noche pueda parecer muy oscura y el mar muy bravo, aunque las dificultades parezcan ahogar nuestro anhelo de cambiar hay algo que mantiene viva la esperanza y alegra nuestro corazón: Es la certeza y la confianza de que en el horizonte siempre está esa luz que nos marca el camino; que al final Dios nunca nos defrauda porque la luz que nos orienta es Él mismo, porque su promesa es Él mismo.
La causa de nuestra alegría es que al final no nos espera un puerto más, una promesa más, sino Dios mismo, el cumplimiento definitivo de la promesa.
El Evangelio es el anuncio de una inmensa alegría. Esta alegría –y también la conversión a que se invitaba el domingo anterior– ha de ser fermento de un nuevo mundo, de un nuevo orden que relucirá por la transformación de la sociedad, del sistema, donde los últimos serán los primeros, los cojos andarán, los ciegos verán… y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia. Buena Noticia para todos, porque todos somos “pobres”.
Un misterio de alegría. Se acabaron las caras tristes, las celebraciones “serias” y rutinarias. La fe es una fiesta. Que se viva. Que se nos note. Que nuestra alegría no sea “light” o falsificada. La verdadera alegría no se compra en nuestros mercados, ni se encuentra en nuestras salas de fiesta. Es un dar. Brota de dentro. Pero eso sólo puede ser si nosotros colaboramos en dicha transformación, los cambios no se dan por sí solos; los milagros son los que Dios hace a través de nuestros corazones y nuestras manos.
Fuente: reflexionescatolica.com