Santoral

05 de Noviembre

San Guido María Conforti, obispo y fundador

En Parma, ciudad de Italia, san Guido María Conforti, obispo y buen pastor, siempre en vela por la defensa de la Iglesia y de la fe de su pueblo; movido por el anhelo de la evangelización de los pueblos, fundó los Misioneras Javerianos.

Voluntad, mucha, salud, poca. Superando algunas dificultades familiares, entra en el seminario, pero a los 17 años comienza a sufrir de epilepsia y sonambulismo. Valientemente el rector don Andrea Ferrari (futuro arzobispo de Milán) lo ordena sacerdote, con 23 años. A los 28 ya es vicario general de la diócesis de Parma. Pero sueña con la misión en el Oriente, a ejemplo del pionero Francisco Javier. Pero la salud es frágil: ningún instituto misionero lo acepta. por lo que él, en 1895, fundó uno por cuenta propia: la «Congregación de San Francisco Javier para las Misiones Extranjeras». Lo funda, lo guía, con unos pocos alumnos al principio, y con la ayuda de un solo sacerdote. Utilizará luego la herencia paterna para consolidarlo. Y en 1896 parten ya para China los primeros dos «Javerianos».

Guido Maria Conforti se vuelve en ese momento una figura insólita en la Iglesia italiana: trabaja como vicario en el gobierno de una diócesis «doméstica», y al mismo tiempo se proyecta en la lejana misión. Es polémico con cuantos en Italia ignoran la misión o parecen temerla («roba sacerdotes a las diócesis», era un argumento). Nombrado arzobispo de Ravena a los 37 años, dejará su cargo un año después, aunque por enfermedad. Murió en China uno de sus misioneros; hace volver al otro y se concentra por completo en el instituto. Pero en 1907 fue de nuevo «reclamado» en la diócesis, como coadjutor del obispo de Parma y después como sucesor. Regirá la diócesis durante 25 años, con mucha actividad: dos sínodos, cinco visitas pastorales a 300 parroquias. Mientras tanto sus Javerianos regresan a China.

 

En 1912 uno de ellos, el padre Luis Calza, es nombrado obispo de Cheng-chow, y recibe de él la consagración en la catedral de Parma. También en 1912, se asocia con fuerza a la iniciativa de un recurso ante el Papa, para que llame enérgicamente a la Iglesia italiana al deber de apoyar la evangelización en el mundo. La idea partió del beato José Allamano, fundador de los Misioneros de la Consolata, en Turín. La Jornada Misionera Mundial, establecida en 1926 por el Papa Pío XI, pondrá en marcha una propuesta contenida ya en ese recurso de 1912.

Al fin llega el momento más hermoso para Guido María: en 1928 está en China para visitar a sus Javerianos. Aquí se hace realidad el sueño de toda una vida: conocer a los nuevos cristianos, la joven iglesia crecida entre duras dificultades, sentirse realizador, con los suyos, del sueño de Francisco Javier… Y, así, este hombre proyectado a lejanos continentes, ha sido plena y enérgicamente pastor de su diócesis natal, partiendo de la labor de re-evangelización, a través del movimiento catequístico y de la fraternidad practicada en todas direcciones, especialmente con la labor de asistencia a las familias durante la Primera Guerra Mundial, reconocida incluso por el gobierno italiano, con un alto honor civil.

Su físico siempre sufriente, y tan a menudo arrastrado por la voluntad, cede irremediablemente en 1931. En 1996 Juan Pablo II lo proclama beato, y el 23 de octubre de 2011 es canonizado por Benedicto XVI. El cuerpo descansa en la sede de los Misioneros Javerianos de Parma.

 

fuente: Santi e Beati

 

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No había concluido sus estudios eclesiásticos cuando lo designaron vicerrector del seminario, una misión sellada por sus muchas virtudes. Al encarnar en sí mismo el Evangelio testificaba con su conducta el grado de su amor a Dios que transmitía fielmente, siendo motivo de edificación para quienes le rodearon. Por ello fue un gran formador. Recibió el sacramento del orden en 1888. En un momento dado, la lectura de la vida de san Francisco Javier le abrió inmensos horizontes apostólicos. Donde no había logrado llegar el gran santo navarro, podía hacerlo él. Ese era el sueño que fraguaba en su oración y alimentaba con la recepción de la Eucaristía. China aparecía ante sí teñida de esperanza, abriéndole los brazos para poder llevar la fe a incontables personas, su mayor y más ferviente anhelo. Inmediatamente puso en marcha el engranaje creando en 1895 un seminario en el que surgiría la Congregación de Misioneros Javerianos.

Los primeros sacerdotes en partir a China fracasaron sencillamente porque la voluntad divina era otra, y, por eso, entre otros contratiempos, se opusieron a este primer intento de fundar allí la enfermedad de alguno de los integrantes del grupo y la partida de otros. Pero el santo fundador no se desanimó. Más de una veintena de expediciones posteriores materializaron ese apostólico afán que había alentado a los pies de Cristo y continúo alumbrando hasta el fin de sus días. En la ofrenda que hacía de sí mismo a Dios se incluía el deseo de haber podido ir allí personalmente, algo que no fue posible para él. Entretanto, realizó grandes misiones dentro de la Iglesia impulsando, entre otras acciones, la Pontificia Unión Misionera del Clero, ayudando y aconsejando a su artífice, el beato Pablo Manna. Guido fue su primer presidente, y colaboró tanto en su fundación como en su difusión, consiguiendo que el papa la aprobase.

El espíritu de un santo nunca es localista, sino universal; y así fue la mirada de este fundador que contemplaba el horizonte situado al pie de del Cruficado. De él se ha dicho que «el ‘espectáculo’ de la cruz le hablaba ‘con la elocuencia de la sangre’». En 1902 le encomendaron la diócesis de Rávena, misión que su salud le impidió culminar. Hay que decir que los problemas físicos que le acompañaron casi toda su vida no fueron óbice para entregarse por completo a Dios y a los demás. Sin embargo, en ese momento, plenamente consciente de que su limitación podía constituir un veto para llevar a cabo su labor pastoral, presentó su dimisión.Eso sí, cuando vio que debía seguir adelante, ratificó su profesión prometiendo dedicarse por entero a la evangelización. Hasta 1907, mientras se restablecía de la enfermedad, redactó las Constituciones, se centró en la formación de los misioneros y en el gobierno, ya que era el superior general. A finales de ese año, fue designado arzobispo de Parma.

Llegó a esta sede en 1907 y rigió la diócesis de manera ejemplar durante un cuarto de siglo. Dejó en ella su impronta misionera. Su celo apostólico no tenía fronteras. Fue un insigne apóstol que supo vivir con fidelidad su día a día. En su quehacer apostólico, intenso y lleno de creatividad, se halla la realización de numerosos congresos de cariz eucarístico y mariano, puso en marcha las escuelas de doctrina cristiana en las parroquias y enriqueció la acción apostólica de la diócesis con instrumentos diversos, como asociaciones, prensa católica, misiones populares, amén de acciones catequéticas, procurando una esmerada formación a los catequistas, atención al clero y a los fieles, con singular ternura hacia los pobres, junto con la formación y el cuidado que dispensó a sus hijos. Fue adalid fue de la Acción Católica.

Fue un hombre fidelísimo a la Cátedra de Pedro, un gran pacificador y defensor de los derechos de los sacerdotes y de los campesinos. Mantuvo los brazos abiertos en todo momento para creyentes y no creyentes. En 1928 efectuó un viaje apostólico a China con objeto de visitar a sus hijos. Con indescriptible gozo acogía la gracia de ver fundado ese amado país, y así penetró en la catedral Cheng Chow, entonando el Te Deum, que culminó después con un emocionado: «¡Señor, lo he visto! Ahora puedo iren paz». En 1930 neutralizando sus escasas fuerzas con la gracia de Dios, efectuaba una intensísima y agotadora visita pastoral por la diócesis. Era la quinta ocasión en que lo hacía. En Pagazzano tuvo un grave contratiempo en su salud. Le aconsejaron descansar y replicó con gallardía: «Un obispo debe estar en las trincheras como un oficial». El 5 de noviembre de 1931, «desgastado» por su pasión de amor a Cristo y a la misión evangelizadora, entregaba su alma a Dios en Parma, suplicando: «Señor, salva a mi clero y a mi pueblo del error y de la incredulidad». Fue beatificado por Juan Pablo II el 17 de marzo de 1996. Benedicto XVI lo canonizó el 23 de octubre de 2011.

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