Santoral

Celebrado El 13 De Enero

Queridos hermanos y hermanas: 

Hoy quiero hablar de un gran Padre de la Iglesia de Occidente, san Hilario de  Poitiers, una de las grandes figuras de obispos del siglo IV. Enfrentándose a  los arrianos, que consideraban al Hijo de Dios como una criatura, aunque  excelente, pero sólo criatura, san Hilario consagró toda su vida a la defensa de  la fe en la divinidad de Jesucristo, Hijo de Dios y Dios como el Padre, que lo  engendró desde la eternidad.

No disponemos de datos seguros sobre la mayor parte de la vida de san Hilario.  Las fuentes antiguas dicen que nació en Poitiers, probablemente hacia el año  310. De familia acomodada, recibió una sólida formación literaria, que se puede  apreciar claramente en sus escritos. Parece que no creció en un ambiente  cristiano. Él mismo nos habla de un camino de búsqueda de la verdad, que lo  llevó poco a poco al reconocimiento del Dios creador y del Dios encarnado, que  murió para darnos la vida eterna.

Bautizado hacia el año 345, fue elegido obispo de su ciudad natal en torno a los  años 353-354. En los años sucesivos, san Hilario escribió su primera obra, el Comentario al Evangelio de san Mateo. Se trata del comentario más antiguo en  latín que nos ha llegado de este Evangelio. En el año 356 asistió como obispo al  sínodo de Béziers, en el sur de Francia, el “sínodo de los falsos apóstoles”,  como él mismo lo llamó, pues la asamblea estaba dominada por obispos  filo-arrianos, que negaban la divinidad de Jesucristo. Estos “falsos apóstoles”  pidieron al emperador Constancio que condenara al destierro al obispo de  Poitiers. De este modo, san Hilario se vio obligado a abandonar la Galia en el  verano del año 356.

Desterrado en Frigia, en la actual Turquía, san Hilario entró en contacto con un  contexto religioso totalmente dominado por el arrianismo. También allí su  solicitud de pastor lo llevó a trabajar sin descanso por el restablecimiento de  la unidad de la Iglesia, sobre la base de la recta fe formulada por el concilio  de Nicea. Con este objetivo emprendió la redacción de su obra dogmática más  importante y conocida: el De Trinitate (“Sobre la Trinidad”).

En ella, san Hilario expone su camino personal hacia el conocimiento de Dios y  se esfuerza por demostrar que la Escritura atestigua claramente la divinidad del  Hijo y su igualdad con el Padre no sólo en el Nuevo Testamento, sino también en  muchas páginas del Antiguo Testamento, en las que ya se presenta el misterio de  Cristo. Ante los arrianos insiste en la verdad de los nombres de Padre y de  Hijo, y desarrolla toda su teología trinitaria partiendo de la fórmula del  bautismo que nos dio el Señor mismo:  “En el nombre del Padre y del Hijo y del  Espíritu Santo”.

El Padre y el Hijo son de la misma naturaleza. Y si bien algunos pasajes del  Nuevo Testamento podrían hacer pensar que el Hijo es inferior al Padre, san  Hilario ofrece reglas precisas para evitar interpretaciones equívocas:  algunos  textos de la Escritura hablan de Jesús como Dios, otros en cambio subrayan su  humanidad. Algunos se refieren a él en su preexistencia junto al Padre; otros  toman en cuenta el estado de abajamiento (kénosis), su descenso hasta la muerte;  otros, por último, lo contemplan en la gloria de la resurrección.

En los años de su destierro, san Hilario escribió también el Libro de los  Sínodos, en el que reproduce y comenta para sus hermanos obispos de la Galia  las confesiones de fe y otros documentos de los sínodos reunidos en Oriente a  mediados del siglo IV. Siempre firme en la oposición a los arrianos radicales,  san Hilario muestra un espíritu conciliador con respecto a quienes aceptaban  confesar que el Hijo era semejante al Padre en la esencia, naturalmente  intentando llevarles siempre hacia la plena fe, según la cual, no se da sólo una  semejanza, sino una verdadera igualdad entre el Padre y el Hijo en la divinidad.  También me parece característico su espíritu de conciliación:  trata de  comprender a quienes todavía no han llegado a la verdad plena y, con gran  inteligencia teológica, les ayuda a alcanzar la plena fe en la divinidad  verdadera del Señor Jesucristo.

En el año 360 ó 361, san Hilario pudo finalmente regresar del destierro a su  patria e inmediatamente reanudó la actividad pastoral en su Iglesia, pero el  influjo de su magisterio se extendió de hecho mucho más allá de los confines de  la misma. Un sínodo celebrado en París en el año 360 o en el 361 retomó el  lenguaje del concilio de Nicea. Algunos autores antiguos consideran que este  viraje antiarriano del Episcopado de la Galia se debió en buena parte a la  firmeza y a la bondad del obispo de Poitiers. Esa era precisamente una  característica peculiar de San Hilario:  el arte de conjugar la firmeza en la fe  con la bondad en la relación interpersonal.

En los últimos años de su vida compuso los Tratados sobre los salmos, un  comentario a 58 salmos, interpretados según el principio subrayado en la  introducción de la obra:  “No cabe duda de que todas las cosas que se dicen en  los salmos deben entenderse según el anuncio evangélico, de manera que,  independientemente de la voz con la que ha hablado el espíritu profético, todo  se refiera al conocimiento de la venida de nuestro Señor Jesucristo,  encarnación, pasión y reino, y a la gloria y potencia de nuestra resurrección” (Instructio  Psalmorum 5). En todos los salmos ve esta transparencia del misterio de  Cristo y de su cuerpo, que es la Iglesia. En varias ocasiones, san Hilario se  encontró con san Martín:  precisamente cerca de Poitiers el futuro obispo de  Tours fundó un monasterio, que todavía hoy existe. San Hilario falleció en el  año 367. Su memoria litúrgica se celebra el 13 de enero. En 1851 el beato Pío IX  lo proclamó doctor de la Iglesia.

Para resumir lo esencial de su doctrina, quiero decir que el punto de partida de  la reflexión teológica de san Hilario es la fe bautismal. En el De Trinitate,  escribe:  Jesús “mandó bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del  Espíritu Santo (cf. Mt 28, 19), es decir, confesando al Autor, al  Unigénito y al Don. Sólo hay un Autor de todas las cosas, pues sólo hay un  Dios Padre, del que todo procede. Y un solo Señor nuestro, Jesucristo,  por quien todo fue hecho (1 Co 8, 6), y un solo Espíritu (Ef 4, 4), don en todos. (…) No puede encontrarse nada que falte a una  plenitud tan grande, en la que convergen en el Padre, en el Hijo y en el  Espíritu Santo la inmensidad en el Eterno, la revelación en la Imagen, la  alegría en el Don” (De Trinitate 2, 1).

Dios Padre, siendo todo amor, es capaz de comunicar en plenitud su divinidad al  Hijo. Considero particularmente bella esta formulación de san Hilario:  “Dios  sólo sabe ser amor, y sólo sabe ser Padre. Y quien ama no es envidioso, y quien  es Padre lo es totalmente. Este nombre no admite componendas, como si Dios sólo  fuera padre en ciertos aspectos y en otros no” (ib. 9, 61). 
Por esto, el Hijo es plenamente Dios, sin falta o disminución alguna:  “Quien  procede del perfecto es perfecto, porque quien lo tiene todo le ha dado todo” (ib. 2, 8). Sólo en Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, la humanidad encuentra  salvación. Al asumir la naturaleza humana, unió consigo a todo hombre, “se hizo  la carne de todos nosotros” (Tractatus in Psalmos 54, 9); “asumió en sí  la naturaleza de toda carne y, convertido así en la vid verdadera, es la raíz de  todo sarmiento” (ib. 51, 16).

Precisamente por esto el camino hacia Cristo está abierto a todos  —porque él ha  atraído a todos hacia su humanidad—, aunque siempre se requiera la conversión  personal:  “A través de la relación con su carne, el acceso a Cristo está  abierto a todos, a condición de que se despojen del hombre viejo (cf. Ef 4, 22) y lo claven en su cruz (cf. Col 2, 14); a condición de que  abandonen las obras de antes y se conviertan, para ser sepultados con él en su  bautismo, con vistas a la vida (cf. Col1, 12; Rm 6, 4)” (ib.  91, 9).

La fidelidad a Dios es un don de su gracia. Por ello, san Hilario, al final de  su tratado sobre la Trinidad, pide la gracia de mantenerse siempre fiel a la fe  del bautismo. Es una característica de este libro:  la reflexión se transforma  en oración y la oración se hace reflexión. Todo el libro es un diálogo con Dios.

Quiero concluir la catequesis de hoy con una de estas oraciones, que se  convierte también en oración nuestra:  “Haz, Señor —reza san Hilario, con gran  inspiración— que me mantenga siempre fiel a lo que profesé en el símbolo de mi  regeneración, cuando fui bautizado en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu  Santo. Que te adore, Padre nuestro, y juntamente contigo a tu Hijo; que sea  merecedor de tu Espíritu Santo, que procede de ti a través de tu Unigénito.  Amén” (De Trinitate 12, 57).

Benedicto XVI

Leave a comment

Your email address will not be published. Required fields are marked *