Evangelio Hoy

Jueves de la vigésima sexta semana del tiempo ordinario

Evangelio según San Lucas 10,1-12.

El Señor designó a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde él debía ir.
Y les dijo: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha.
¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos.
No lleven dinero, ni alforja, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino.
Al entrar en una casa, digan primero: ‘¡Que descienda la paz sobre esta casa!’.
Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes.
Permanezcan en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayan de casa en casa.
En las ciudades donde entren y sean recibidos, coman lo que les sirvan;
curen a sus enfermos y digan a la gente: ‘El Reino de Dios está cerca de ustedes’.”
Pero en todas las ciudades donde entren y no los reciban, salgan a las plazas y digan:
‘¡Hasta el polvo de esta ciudad que se ha adherido a nuestros pies, lo sacudimos sobre ustedes! Sepan, sin embargo, que el Reino de Dios está cerca’.
Les aseguro que en aquel Día, Sodoma será tratada menos rigurosamente que esa ciudad.
Reflexionemos

San Pío X (1835-1914)

papa 1903-1914

Encíclica «El supremo apostolado»

Enviados por Cristo al mundo entero

«Nadie puede poner otro fundamento que el que ya está puesto, Cristo Jesús» (1C 3,11). Él es el único a quien «el Padre consagró y envió al mundo» (Jn 10,36), «reflejo de su gloria, impronta de su ser» (Hb 1,3), verdadero Dios y verdadero hombre; sin él nadie puede conocer a Dios como es debido, porque «nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar» (Mt 11,27). De donde se sigue que «restaurar en Cristo» (Ef 1,10) y hacer volver a los hombres a la obediencia a Dios, son una sola y misma cosa. Y es por ello que el fin hacia el cual deben converger todos nuestros esfuerzos, es llevar al género humano a reconocer la soberanía de Cristo. Una vez hecho esto, el hombre se encontrará, por ahí mismo, llevado a Dios: no un Dios inerte y despreocupado de las realidades humanas, como algunos filósofos lo han imaginado, sino un Dios vivo y verdadero, un Dios en tres personas en la unidad de su naturaleza, creador del mundo, haciendo llegar a todas las cosas su providencia infinita, justo dador de la Ley que juzgará la injusticia y dará su recompensa a la virtud. Ahora bien, ¿dónde se encuentra el camino que nos hace llegar a estar junto a Jesucristo? Está delante de nuestros ojos: es la Iglesia. San Juan Crisóstomo ya nos lo dijo y con razón: «La Iglesia es tu esperanza, la Iglesia es tu salvación, la Iglesia es tu refugio». Es por esto que Cristo, después de haberla adquirido al precio de su sangre, la ha establecido. Es por esto que le ha confiado su doctrina y los preceptos de su Ley, prodigándole, al mismo tiempo, los tesoros de su gracia para la santificación y la salvación de los hombres. Ved pues, venerables hermanos, cuál es la obra que se nos ha confiado…: no tener otra meta que formar en todos a Jesucristo… Es la misma misión que Pablo atestigua haber recibido: «Hijitos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Gal 4,19). Ahora bien, ¿cómo cumplir con semejante deber sin antes estar «revestidos de Cristo»? (Gal 3,27). Y revestidos hasta el punto de poder decir: «para mí la vida es Cristo» (Flp 1,21).

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