Evangelio Hoy

Jueves de la vigésima segunda semana del tiempo ordinario

Evangelio según San Lucas 5,1-11.

En una oportunidad, la multitud se amontonaba alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios, y él estaba de pie a la orilla del lago de Genesaret.
Desde allí vio dos barcas junto a la orilla del lago; los pescadores habían bajado y estaban limpiando las redes.
Jesús subió a una de las barcas, que era de Simón, y le pidió que se apartara un poco de la orilla; después se sentó, y enseñaba a la multitud desde la barca.
Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: “Navega mar adentro, y echen las redes”.
Simón le respondió: “Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada, pero si tú lo dices, echaré las redes”.
Así lo hicieron, y sacaron tal cantidad de peces, que las redes estaban a punto de romperse.
Entonces hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que fueran a ayudarlos. Ellos acudieron, y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían.
Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús y le dijo: “Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador”.
El temor se había apoderado de él y de los que lo acompañaban, por la cantidad de peces que habían recogido;
y lo mismo les pasaba a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, compañeros de Simón. Pero Jesús dijo a Simón: “No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres”.
Ellos atracaron las barcas a la orilla y, abandonándolo todo, lo siguieron.
Reflexionemos

Santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897)

carmelita descalza, doctora de la Iglesia

Manuscrito autobiográfico A, 45 v°-46 v°

«No temas, desde ahora estos son los valientes que escoges»

Aquella noche de luz (de Navidad, a los catorce años) comenzó el tercer período de mi vida, el más hermoso de todos, el más lleno de gracias del cielo… Yo podía decirle, igual que los apóstoles: «Señor, me he pasado la noche  bregando, y no he cogido nada». Y más misericordioso todavía conmigo que con los apóstoles, Jesús mismo cogió la red, la echó y la sacó repleta de peces… Hizo de mí un pescador de almas, y sentí un gran deseo de trabajar por la conversión de los pecadores, deseo que no había sentido antes con tanta intensidad… También resonaba continuamente en mi corazón el grito de Jesús en la cruz: «¡Tengo sed!» (Jn 19, 28). Estas palabras encendían en mí un ardor desconocido y muy vivo… Quería dar de beber a mi Amado, y yo misma me sentía devorada por la sed de almas… Y para avivar mi celo, Dios me mostró que mis deseos eran de su agrado. Oí hablar de un gran criminal que acababa de ser condenado a muerte por  unos crímenes horribles. Todo hacía pensar que moriría impenitente. En el fondo de mi corazón yo tenía la plena seguridad de que nuestros deseos serían escuchados. Pero para animarme a seguir rezando por los pecadores, le dije a Dios que estaba completamente segura de que perdonaría al pobre infeliz de Pranzini, y que lo creería aunque no se confesase ni diese muestra alguna de arrepentimiento, tanta confianza tenía en la misericordia infinita de Jesús; pero que, simplemente para mi consuelo, le pedía tan sólo «una señal» de arrepentimiento… Mi oración fue escuchada al pie de la letra… A partir de esta gracia sin igual, mi deseo de salvar almas fue creciendo día en día. Me parecía oír a Jesús decirme como a la Samaritana: «¡Dame de beber!» (Jn 4,7) Era un verdadero intercambio de amor: yo daba a las almas la sangre de Jesús, y a Jesús le ofrecía esas mismas almas refrescadas por su rocío divino. Así me parecía que aplacaba su sed. Y cuanto más le deba de beber, más crecía la sed de mi pobre alma, y esta sed ardiente que él me daba era la bebida más deliciosa de su amor…

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