Viernes de la vigésima primera semana del tiempo ordinario
Evangelio según San Mateo 25,1-13.
Cinco de ellas eran necias y cinco, prudentes.
Las necias tomaron sus lámparas, pero sin proveerse de aceite,
mientras que las prudentes tomaron sus lámparas y también llenaron de aceite sus frascos.
Como el esposo se hacía esperar, les entró sueño a todas y se quedaron dormidas.
Pero a medianoche se oyó un grito: ‘Ya viene el esposo, salgan a su encuentro’.
Entonces las jóvenes se despertaron y prepararon sus lámparas.
Las necias dijeron a las prudentes: ‘¿Podrían darnos un poco de aceite, porque nuestras lámparas se apagan?’.
Pero estas les respondieron: ‘No va a alcanzar para todas. Es mejor que vayan a comprarlo al mercado’.
Mientras tanto, llegó el esposo: las que estaban preparadas entraron con él en la sala nupcial y se cerró la puerta.
Después llegaron las otras jóvenes y dijeron: ‘Señor, señor, ábrenos’,
pero él respondió: ‘Les aseguro que no las conozco’.
Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora.
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«¡Que llega el Esposo!»
Entre Dios y nosotros reinaba una grave discordia. Para pacificarla, para llevarla a buen entendimiento, ha sido necesario que el Hijo de Dios se desposara con nuestra naturaleza… El Padre consintió y envió a su Hijo. Éste, en el lecho nupcial de la Bienaventurada Virgen, unió nuestra naturaleza a la suya. Son éstas las bodas que el Padre preparó para su Hijo. El Verbo de Dios, dice Juan Damasceno, tomó todo lo que Dios había puesto en nuestra naturaleza: un cuerpo y un alma dotada de razón. Lo ha tomado todo para salvarme enteramente por su gracia. La Divinidad se abajó hasta este desposorio; la carne no podía acabar con un desposorio más glorioso. Aún otras bodas se celebran, cuando sobreviene la gracia del Espíritu Santo para convertir a un alma pecadora. Se lee en el profeta Oseas: «Voy a volver a mi primera esposa, entonces me iba mejor que ahora.» (cf 2,9). Y más adelante: «Ella me llamará: «Marido mío», y no me llamará más: «Dueño mío». Yo quitaré de su boca los nombres de los ídolos… Haré en su favor un pacto…» (v. 18-20). El Esposo del alma es el Espíritu Santo, a través de su gracia. Cuando por una inspiración interior invita al alma a la penitencia, se desvanecen todas las llamadas de los vicios. El dueño que dominaba y devastaba al alma, es el orgullo que quiere mandar, es la gula y la lujuria que lo devoran todo. Incluso sus nombres son quitados de la boca del penitente… Cuando la gracia se derrama en un alma y la ilumina, Dios hace alianza con los pecadores; se reconcilia con ellos… Es entonces cuando se celebran las bodas del esposo y de la esposa en la paz de una conciencia pura. Finalmente, otras bodas se celebrarán en el día del juicio, cuando vendrá el Esposo, Jesucristo. «¡Que llega el Esposo, se dice, salid a recibirlo!». Entonces tomará con él a la Iglesia, su esposa. «Ven, dice san Juan en el Apocalipsis, que te voy a enseñar a la Esposa del Cordero. Me mostró la Ciudad Santa de Jerusalén, que bajaba del cielo». (21,9-10)… Ahora vivimos en el cielo por la fe y la esperanza; pero poco tiempo después, la Iglesia celebrará sus bodas con su Esposo: «Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero» (Ap 19,9).
San Antonio de Padua (1195-1231)
franciscano, doctor de la Iglesia