Evangelio Hoy

Jueves de la séptima semana de Pascua

Evangelio según San Juan 17,20-26. 

Jesús levantó los ojos al cielo y oró diciendo: 
“Padre santo, no ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí. 
Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. 
Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno 
-yo en ellos y tú en mí- para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste. 
Padre, quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque ya me amabas antes de la creación del mundo. 
Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te conocí, y ellos reconocieron que tú me enviaste. 
Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos”. 

Reflexionemos

San Pedro Damián (1007-1072), benedictino, obispo de Ostia, doctor de la Iglesia
Opúsculo 11 «Dominus vobiscum», 6

«Para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti»

La santa Iglesia, aunque diversa en la multiplicidad de las personas, está unificada por el fuego del Espíritu Santo. Si, materialmente, aparece formada por muchas familias, el misterio de su unidad profunda no puede hacerle perder nada de su integridad: «Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado», dice san Pablo (Rm 5,5). Este Espíritu, sin duda alguna, es uno y múltiple al mismo tiempo, uno en la esencia de su majestad, múltiple en los dones y carismas concedidos a la santa Iglesia que él llena con su presencia. Y este Espíritu es quien da a la Iglesia el poder ser, a la vez, una en su extensión universal y toda entera en cada uno de sus miembros…

Así pues, si los que creen en Cristo son uno, donde sea que uno de ellos se encuentre físicamente, el cuerpo de la Iglesia se encuentra todo entero allí por el misterio sacramental. Y todo lo que se puede decir del cuerpo entero se puede decir de cada uno de los miembros… Por eso, cuando se juntan distintos fieles, pueden decir: «Inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy un pobre desamparado; protege mi vida que soy un fiel tuyo» (Sl 85,1). Y cuando estamos solos podemos muy bien cantar:»Aclamad a Dios, nuestra fuerza; dad vítores al Dios de Jacob» (Sl 80,2). Y no está fuera de lugar decir todos juntos: «Bendeciré al Señor en todo momento; su alabanza está siempre en mi boca» (Sl 33,2), ni, cuando me encuentro solo, exclamar: «Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre» (Sl 33,4) y muchas otras expresiones parecidas. La soledad no priva a nadie de hablar en plural, y una multad de fieles puede muy bien expresarse en singular. El poder del Espíritu Santo que habita en cada uno de los fieles y los envuelve agrupándolos, hace que aquí haya una soledad bien poblada, y allá, una multitud que no forma más que una unidad.

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