Evangelio Hoy

Solemnidad de la Natividad del Señor (Misa del dia)

Evangelio según San Juan 1,1-18. 

Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. 
Al principio estaba junto a Dios. 
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. 
En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. 
La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. 
Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. 
Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. 
El no era la luz, sino el testigo de la luz. 
La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. 
Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. 
Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. 
Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. 
Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. 
Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. 
Juan da testimonio de él, al declarar: “Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo”. 
De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: 
porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. 
Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre. 

Reflexionemos

Venerable Pio XII (1876-1958), papa 1939-1958
Encíclica «Mystici Corporis Christi»

Y el Verbo se hizo carne

Ya antes del principio del mundo el Unigénito Hijo de Dios nos abrazó con su eterno e infinito conocimiento y con su amor perpetuo. Y, afín de manifestarnos éste de un modo visible y verdaderamente admirable, se unió nuestra naturaleza en la unidad de su persona, haciendo de este modo –como lo advierte San Máximo de Turín con candorosa sencillez-: que «en Cristo nos ama nuestra propia carne».

Tal amorosísimo conocimiento, que desde el primer momento de su Encarnación tuvo hacia nosotros el Redentor divino, sobrepasa aun el esfuerzo más ardiente de todo espíritu humano: en virtud de la visión beatífica de la cual gozaba ya, apenas concebido en el seno de su madre divina, tiene siempre y continuamente presentes a todos los miembros de su Cuerpo místico y los abraza con su amor salvífico.

¡Oh admirable dignación de la piedad divina para con nosotros e inconcebible designio de caridad infinita! En el pesebre, en la Cruz, en la gloria eterna del Padre, Cristo conoce y tiene a sí unidos a todos los miembros de la Iglesia de una manera infinitamente más clara y con mucho más amor que una madre conoce y ama al hijo que lleva en su regazo, que cualquiera se conoce y ama a sí mismo.

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