Lunes de la vigésima séptima semana del tiempo ordinario
Evangelio según San Lucas 10,25-37.
Un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?”.
Jesús le preguntó a su vez: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?”.
El le respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo”.
“Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida”.
Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: “¿Y quién es mi prójimo?”.
Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto.
Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo.
También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino.
Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió.
Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo.
Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: ‘Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver’.
¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?”.
“El que tuvo compasión de él”, le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: “Ve, y procede tú de la misma manera”.
Reflexionemos
San Ambrosio (c. 340-397), obispo de Milán y doctor de la Iglesia
Comentario al evangelio de Lucas, 7, 74s
«Un Samaritano… llegó donde estaba él, y al verlo le dio lástima»
Un samaritano bajaba por el camino. «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3,13). Viendo que estaba medio muerto ese hombre a quien nadie, antes de él, había podido curar…, se le acerca; es decir que, aceptando de sufrir con nosotros se hizo nuestro prójimo y compadeciéndose de nosotros se hizo nuestro vecino.
«Le vendó las heridas, echándoles aceite y vino». Este médico tiene muchos remedios con los cuales está acostumbrado a curar. Sus palabras son un remedio: tal palabra venda las heridas, tal otra les pone bálsamo, a otra vino astringente… «Después lo montó en su cabalgadura». Escucha cómo él te acomoda: «Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores» (Is 53,4). También el pastor ha colocado a su oveja cansada sobre sus espaldas (Lc 15,5)…
«Lo llevó a una posada y lo cuidó»… Pero el Samaritano no podía permanecer largo tiempo en nuestra tierra; debía regresar al lugar del que había descendido. Pues «al día siguiente» -¿cuál es este día siguiente sino el día de la resurrección del Señor, de aquel que se ha dicho: «Este es el día que hizo el Señor» (Sl 117, 24)?- «sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: Cuida de él». ¿Qué son estas dos monedas? Quizás los dos Testamentos, que llevan la efigie del Padre eterno, y al precio de los cuales nuestras heridas has sido curadas… ¡Dichoso este posadero que puede curar las heridas de otro! ¡Dichoso aquel a quien Jesús dice: «Lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta»!… Promete, pues, la recompensa. ¿Cuándo volverás, Señor, si no es en el día del juicio? Aunque siempre estés en todas partes, teniéndote en medio de nosotros sin que te reconozcamos, llegará el día en que toda carne te verá venir. Y darás lo que debes. ¿Cómo lo pagarás tú, Señor Jesús? Has prometido a los buenos una amplia recompensa en el cielo, pero darás todavía más cuando dirás: «Muy bien, siervo bueno y fiel, has sido fiel en lo poco, yo te confiaré mucho más; entra en el gozo de tu señor» (Mt 25,21).